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sábado, 6 de julio de 2019

"CALILLA", TERCERA PARTE


TERCERA PARTE, 
LA SÉPTIMA OLA
GORGONA, HISTORIAS HABLADAS
Ya en mar abierto comienza la odisea y al desembarcar después de dos largas horas me encuentro entre el limpio cielo, el maravilloso verdor de la gran selva virgen y el mágico azul del océano pacífico, allí de enfrente, la isla Gorgona, la prisión de máxima seguridad que sería mi hábitat por los siguientes 25 años. En cuanto piso tierra firme dejo mi propio nombre e incluso mi alias para convertirme en el preso número 128 de los aún pocos condenados que habitaban la isla de la muerte; todo está marcado con este número, mi ropa y los útiles de aseo que podía usar, un rústico camarote sin colchón ni almohadas y un parapeto hecho de la madera de la selva donde acomodo mis pocas pertenencias; por supuesto que no conocía a nadie, pero por referencias oídas en la llegada entendía que estaba en un sitio maldito que alojaba a los criminales escogidos y más temibles de Colombia, a los que internaban en los calabozos para hacerlos pagar a un precio muy alto los delitos cometidos.
LLegué a la isla después de haber estado en una cárcel al interior del país donde empecé a pagar mi condena, de allí fuí escogido entre los pocos para inaugurar la prisión de la Gorgona en 1960 hasta 1984, año que cerraron la prisión y la fecha donde terminé de pagar mi deuda con la sociedad y la justicia.
Llegué de una vasta tierra que tenía un millón ciento cuarenta y dos mil kilómetros cuadrados, allí para mis delitos había mucho espacio, para luego tener que encerrarlos aquí en apenas un área ocho kilómetros de largo por dos y medio de ancho, sentía que me apretaba la conciencia, intenté arrancar de mi vida el oscuro pasado pero ante la imposibilidad de hacerlo, opté por enfrentar la realidad.
Antes, nada había sido fácil porque me tocó enfrentarme a la muerte para poder sobrevivir en muchas oportunidades en la cárcel donde empecé a pagar mi condena, aprendí a luchar para ganarme un territorio que no me pertenecía, así me volví un hueso duro de roer y de ésta manera se desencadenó un comportamiento agresivo que me acompañó por el resto de mis días, adquirí respeto y renombre entre los compañeros de presidio hasta que me llegó el traslado a Gorgona.
Ya en Gorgona las cosas fueron a otro precio, aprendí a convivir con el miedo, el mal carácter me trajo muchos problemas con los guardianes y algún otro preso, dormía con un ojo abierto y en el día era arisco como una fiera enjaulada, muchas veces me castigaron con el hueco, era un cilindro donde apenas uno se podía mover y estaba enterrado unos diez metros de manera que no se podía mirar hacia arriba, al medio día, el sol le pegaba en la cabeza durante unos diez minutos convirtiendo este castigo en un suplicio, muchos enloquecen del dolor, este escarmiento apenas duraba media hora.
Muchas veces en las salidas a la playa en compañía de otros presos y demás guardianes para recoger la madera que llegaba en la última ola, (dicen que es la séptima ola, aquella que le dio la libertad a "papillón), me retiraba a reflexionar por un buen rato, me quedaba quieto en medio de tan hermoso paisaje, pensaba en la paradoja de tener un destino tan lúgubre y desagradable en un lugar tan bello y exótico, estaba rodeado de naturaleza, pensaba, cuánto diera un cualquiera en territorio libre por un minuto de solaz recogimiento en medio de la vastedad del océano, entre el cielo azul y esta selva virgen...

Esta crónica continuará

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